Amo diseñarme y esa característica es parte de mi libertad y mi cárcel, es lo que me hace ser. Soy fruto de esa combinación a veces tóxica, a veces exquisita.
Me paro en la orilla contraria, me miro, me fotografío, me lleno con imágenes nuevas y mías, intercambio una foto por tres que se oxidaban en el baúl y simplifico. Pero a veces entran burbujas en esa inyección de realidad y necesito volver a mi cuerpo.
Y así me hago, en un zigzag, sí, un zigzag de capítulos entremezclando orillas y fotos y juegos. Sintiendo, oliendo y gustando. Buscando.
Hay un juego que no puedo evitar jugar: el morboso juego con el otro. Estar con un hombre para mi es como irme de viaje y conocer un nuevo país. Quiero probar todo de él: su gusto, su olor, su forma de expresarse. Quiero descubrir qué despierta en mi que yo no conozco, qué estaba guardando hasta que él se cruzó conmigo, quién soy y quién puedo ser. Quiero descubrirme descubriendo a los demás porque son mi espejo y eso lo tengo muy en claro.
Entonces, me convierto en un personaje de una novela de cinco tomos porque a esta escritora le cuesta encontrar un final digno. No me dejo ir ni escapar hasta crecer en páginas y volúmenes y al fin despegar de las hojas.
Por capítulos y capítulos me relato entrelazada con otro, no importa la orilla, adentro y afuera, en primera persona y en tercera persona. Siempre estoy vestida con la misma máscara. El núcleo de acciones de repite: muevo las fichas y los barquitos hasta que lanzo todas las granadas que tengo sobre el tablero.
Finalmente, dejo el protagonismo sólo cuando no puedo dormir de noche, y sino vivo escudándome en la verdad de mis mentiras, escondida en el orgullo de mi prosa justa, sin querer necesitar que el otro corrija mis deseos y mis rumbos. Esa es mi desidia.